jueves, 9 de julio de 2015

Lunes por la mañana


Cuatro paredes, techo, pintura blanca. Ventanas y cortinas grises. Bancos negros, pizarrón negro, tiza blanca.
<< ¡Qué monocromática es mi vida!>> pensó Sandra, y miró por la ventana, por si acaso lograba divisar algún color. Pero no, lo único que veía era el edificio de enfrente, también blanco y negro, y el estacionamiento asfaltado de la facultad. << ¡La pucha!>> se dijo a sí misma, y miró hacia adelante otra vez: La profesora estaba hablando. Pasó un minuto. <<No, no puedo, definitivamente hoy no puedo concentrarme>> Sandra desvió la mirada. El ventilador giraba de izquierda a derecha, y viceversa, y hacía un zumbido. Miró a su derecha, y su compañera hacía ruido con la lapicera. A su izquierda, su compañero respiraba demasiado fuerte.
Cruzó las piernas, tomó la lapicera, se enderezó en el asiento, acomodó el cuaderno. Miró hacia adelante, donde estaba el pizarrón. Pasó otro minuto. Tomó nuevamente el cuaderno y buscó una hoja sin usar. Garabateó. Escribió. Gritó sin gritar. Levantó la mirada, y la profesora la estaba mirando. Los ojos marrones, las cejas finitas, el flequillo desprolijo, las raíces blancas, los anteojos colgados del cuello. Continuó hablando, y Sandra siguió escribiendo. De reojo, notaba sus uñas pintadas de negro. Escribió. Paró. Se tomó unos segundos para mirar sus uñas de cerca. Una parecía… No, no podía ser. Estaba cambiando. Cerró los ojos y los volvió a abrir. La uña de su dedo índice se volvía verde. Miró a su compañera, desconcertada, y notó en ella un gorro de lana fucsia. <<Pero si…. >> miró al otro lado: El chico de la respiración profunda tenía el pelo de color azul. La voz de la profesora se volvía más y más aguda, y era difícil entender lo que decía. Aumentaba el volumen a medida que se agudizaba, tanto que Sandra le dolían los oídos. Gritó, se paró, salió corriendo. A medida que se acercaba a la puerta, observaba a sus compañeros, que estaban enteramente concentrados en la clase. Remeras violetas, zapatillas de miles de colores, pantalones amarillos, anteojos de varios colores. Los bancos se tornaban celestes. Desde la puerta, manchas de pintura roja crecían y crecían en las paredes, hasta cubrirlas por completo.
Salió del aula asustada, y caminó por el pasillo. Se escuchaba música, cada vez más fuerte. Afiches colgados de las carteleras, miles de personas hablando, caminando, riendo. Se acercó a la escalera, intentando salir de ahí, y vió una ola de colores que subía. Dio un paso atrás y se chocó a un joven, quién tenía la mitad de la cara naranja. Él le sonrió, pero Sandra se alejó, sin decir nada y se acercó a la ventana. El cielo estaba más celeste que nunca, los autos tenían colores vivos. Los pinos de la casa de al lado se coloreaban de verde flúor, y todos los colores se volvían más puros.
Una mano naranja tocó su hombro; la gente se estaba volviendo de miles de colores. Todos eran diferentes. También ella, que seguía con sus calzas negras y remera blanca. Volvió al aula corriendo, mientras el chico naranja la invitaba a bailar. Volvió al aula, corriendo: Estaba lleno de globos de colores, la profesora segupia hablando, pero nadie oía. Los estudiantes bailaban arriba de los bancos, algunos se asomaban por la ventana, otros reían sin parar.
Sandra caminaba por el pequeño pasillo entre los asientos; pisó un globo, e intentó seguir, pero su pie se tornaba amarillo. El color estaba tomando su pie. Con el corazón en la boca y la respiración cortada, corrió. Corrió unos metros, corrió un kilómetro. El amarillo subía por sus piernas cuando divisó su banco. Su bolso gris aún estaba ahí, y también su cuaderno. Tomó la lapicera, y siguió garabateando, pero todo quedó igual. El amarillo llegaba hasta sus brazos y se le dificultaba moverse. Se asustó, no quedaba tiempo, tenía que hacer algo: Cerró los ojos, gritó y cerró el cuaderno. De repente, ya no se oía nada, sólo la voz de la profesora. Abrió los ojos: Cuatro paredes, techo, pintura blanca. Ventanas y cortinas grises. Bancos negros, pizarrón negro, tiza blanca. Miró por la ventana, el cielo gris anunciaba lluvias, el edificio blanco y negro de enfrente, el estacionamiento asfaltado de la facultad. A su derecha, su compañera hacía ruido con la lapicera. A su izquierda, aún podía oír la respiración de su compañero.
<< ¡Qué monocromática es mi vida!>> pensó, y sonrió aliviada.




viernes, 17 de abril de 2015

S de Sedentarismo.

Hace dos semanas que no tengo inspiración. Quiero escribir, quiero contar qué me pasa, pero no puedo.
¿Qué me detiene? La verdad, no tengo idea.

No, no le conté a nadie, no lo escribí ni siquiera en mi diario, y no creo estar completamente segura de qué me pasa, mucho menos de si debería decirlo o no.

Abro los ojos cada mañana deseando que sea hora de volver a cerrarlos. Despierto con ganas de seguir durmiendo, salgo de casa con ganas de no salir nunca más.
Me quedo en la cama el mayor tiempo posible. A veces prendo la tele, miro Friends y logro reìr un poco. Mi hermano se va casi todo el día a la facultad, mis padres no van a estar en casa por un tiempo.
Nunca me había molestado tanto estar sola, pero no tengo intención de salir. Quiero llamar a alguien que me venga a acompañar. Quiero que alguien venga a cebarme mate, a abrazarme y ayudarme a salir de este estúpido trance llamado "sedentarismo". Quiero, realmente quiero sentirme querida por alguien, por algo, pero no logro que eso pase.

Nadie vino, nadie llama, nadie manda mensajes.

Supongo que tanto tiempo dando la imagen de una adolescente feliz que se acepta completamente a ella misma, funcionó. Todos lo creyeron y ahora nadie se da cuenta de que necesito ayuda.
Incluso creo que me hace falta mi mamá. Sí, eso es. Vivo una vida vacía. Dos semanas vacías. Una persona vacía.

Necesito un objetivo nuevo, algo por qué luchar, algo por qué levantarme cada mañana, algo qué sentir.
                      O alguien.

Se me pasan las horas acá adentro, lluvia o sol, sentada en silencio, escribiendo, leyendo, mirando las más fantásticas historias de amor cinematográficas, deseando estar ahí. Deseando estar en cualquier lado menos acá.
              Deseando ser cualquier persona excepto yo.

Pero no logro moverme. No logro sentir nada más que tristeza. No logro volver a ser yo. No logro salir de este abismo incoherente que llamaré una vez más "sedentarismo".



miércoles, 10 de diciembre de 2014

Nuestros días felices (volumen I)

 Un día de marzo me desperté entre voces; todos se habían levantado bien temprano. Mamá guardaba el equipo de mate en un pequeño bolso verde, mi hermana y la abuela preparaban sándwiches, mi hermano fue a comprar una gaseosa. "Vestite", me dijeron, y empezaron a cargar las cosas en el auto.
Jean, remera blanca, zapatillas: Ropa cómoda para un lugar cómodo. "Traé tus auriculares", "¿tenés batería?", "llevá los vasos al auto", "Paulita, cargá un abrigo por si refresca": Nos íbamos, nada de vueltas, ya teníamos todo listo; comida para todo el día, equipo de mate, plata, ropa, camperas (para no tener que bancarme el "TE DIJE, PAULITA" de mi abuela), y lo más importante: La cámara de fotos.
                  Sí, somos esa clase de familia que le toma fotos a todo. Cada momento tiene que quedar grabado, por más que nadie más que nosotros las vea, por más horribles que hayamos salido. Y me refiero a esas fotos en las que uno sale comiendo, o con la boca abierta, o señalando vaya uno a saber qué, o esas que salen borrosas o con mucha luz, y uno se ve como una mancha: Esas de las que mi abuela hace 8 copias, y se las reparte a toda la familia, y me dice "Pero si saliste hermosa", y yo pienso "Abuela, parezco un Golem, por favor", pero sólo me río y la dejo ser feliz. Sí, ese tipo de fotos que yo normalmente borraría, a todos en casa les encanta guardarlas. Quedan en la carpeta "FOTOS" de "Mis Documentos", que adentro tiene unas 38579235 carpetas más, con nombres generales como "Vacaciones 2009", o un poco más específicos como "esa vez que pasamos por el almacén que está cerca del lago", o "cuando viajábamos en el auto y vimos un tero".


 Entramos al auto, pasamos a cargar gasoil, y salimos por la autopista. Atrás íbamos las tres, medio apretadas, pero bien divertidas. Pasamos por Buenos Aires, en uno de esos cruces de puentes y caminos que son simplemente geniales. (Por cierto, ¿a quién se le habrá ocurrido construir semejante cosa en plena autopista?) Ya habíamos sacado como 20 fotos, de las cuales seguramente 19 habían salido mal. Mamá me cebaba mates, mi hermana y yo cantábamos un poco a los gritos. Y viste que uno se llena el alma de emoción (aunque no lo quiera demostrar) cuando va a un lugar que no conoce. Curiosidad, deseo de conocer, ganas de aventurarse, porque aunque dicen que se le teme a lo desconocido, yo prefiero arriesgarme.
 Llegamos, nos sentamos cerca del río, abajo de los árboles. Subimos a un barquito que recorría casi todo el Delta, comimos bizcochuelo, imaginábamos cómo sería vivir ahí, reímos por todo y también por nada, casi nos caemos al agua intentando sacar una foto estilo Titanic (not kidding). Gente feliz para un lugar feliz.

 Y así fue el resto del día. No hicimos nada extraordinario. No hubo aplausos ni fuegos artificiales, ni siquiera hacía calor o brilló el sol, pero hubo felicidad. ¿Y sabés por qué? No, yo tampoco sé. Capaz porque estuve con mi familia, o  porque conocí un lugar nuevo, o quizás porque ahí arrancó una etapa nueva de mi vida.

                      Pero, ¿tiene que haber una razón para la felicidad?

 Después de leer esto me van a preguntar "¿Todavía te acordás de eso?", porque la gente no suele acordarse con suficiente frecuencia de estas cosas. Ahí estaré, como siempre respondiendo con otra pregunta, "¿es posible no recordarlo?".














jueves, 4 de diciembre de 2014

Sólo quiero que me abraces

Quiero que corras en cámara lenta hacia mis brazos. Quiero que te conviertas de a poco en un héroe, anónimo y para mí. Quiero que tus brazos rodeen mi espalda, que tu perfume se mezcle con el mío, que huelas mi cabello cuando te despidas. Quiero que tus ojos se junten con los míos en una mirada eterna, que brillen cuando estamos juntos, que entristezcan cuando me marche.
Quiero que nada importe más que nosotros, que nada pueda convencerme de no quererte, que nadie logre convencerte de no quererme. Quiero que tus manos se estrechen con las mías, quiero que tus energías las gastes en mí.Quiero que soñemos despiertos con días futuros, que leamos historias como la nuestra, que caminemos bajo la lluvia. Quiero que maduremos juntos, que sigamos creciendo aunque todo se nos venga abajo.
Quiero ser lo que alguna vez soñaste, porque vos sos lo que soñé. Quiero que me abraces hoy y para siempre; y disculpá mi egoísmo. Todos tenemos nuestros sueños, y yo sólo quiero que seas mío.

viernes, 28 de noviembre de 2014

I'm giving up on you

 Un día llegó y se sentó en el sofá sin decir una palabra. Tomó mis manos junto a las suyas, bajó la cabeza y habló.
 No era él, me parecía oír a otra persona. Habló con sus mismas palabras, dijo lo mismo que ella diría. ¿Las excusas más viejas del libro? Sí, esas también las usó.
 Terminó y esperó que yo contestara. No, mi cielo, prefería no decir nada. Tomé su mano otra vez, pero su mirada ya no era la misma; nunca volvió a ser la misma.
 Se levantó, comenzó a caminar hacia la salida. Mi corazón le rogaba que se quedase, mis ojos le pedían otra oportunidad, mi mente no quería dejarlo ir. No reaccioné, no dije nada. Su último abrazo fue tan frío y distante que mis esfuerzos por matenerlo junto a mí, cesaron. Ya no quería escucharlo. Cerré la puerta. Ya no quería sentir.
Volví a verlo una vez, volví a verlo con los mismos ojos. Sonrió, aunque estaba con ella. Y ahí entendí, ése era el poder de la influencia.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Nuit d'eté



 Soñé que me caía. No sé de dónde, no sé cómo, pero era una larga y dolorosa caída. Sentía que no podía respirar, el aire no era suficiente. Adrenalina, nervios, desesperación.

 Caí; me dolió. Sentí que mi corazón paró por unos segundos, abrí los ojos, y luego volvió a latir. Ahí estaba ella. Su semblante iluminaba la habitación. Su mano me invitaba a seguirla; a saltar de la cama sin mirar atrás, sin dudarlo, sin pensar en nadie más, e irme con ella, corriendo, saltando, riendo, hacia un mundo que sólo ella podría mostrarme, un mundo que nadie nunca podría imaginar.

 Tenía un vestido blanco largo, pero no como un ángel. No, era algo mucho más puro y virtuoso. Los pies descalzos, el cabello corto y alborotado, no llevaba maquillaje, y aun así, era lo más hermoso que alguna vez había visto.

 Su mano seguía firme, ¿la tomaría? ¿Estaría dispuesto a correr a su lado hacia donde el amor quisiera llevarnos? Llevé mis ojos hasta los suyos. Nos volvimos uno solo en una mirada ligera y dulce, que cautivó hasta lo más profundo de mi frágil e inexperto ser. Era inevitable, había tomado mi corazón entre sus manos, había inundado mi mente por completo.

 Finalmente tomé su mano, hice las frazadas a un lado, salté de la cama. No alcancé a ponerme las pantuflas. Bajamos las escaleras en silencio, abrimos la puerta, las luces de la calle nos hacían compañía. Corrimos. No sé hacia dónde, no sé por qué. Sentía una vida pasar mientras ella corría, reía, gritaba, y disfrutaba el simple hecho de respirar y sentir el viento contra sus mejillas rosadas.

 Las hamacas de la plaza me traían recuerdos que alguna vez había decidido borrar. Ella corrió hacia ellas, como una niña. Yo la seguí, no podía dejar de contemplarla, no podía alejarme de ella. No, ya no. Durante horas, sólo jugábamos, reíamos, nos mirábamos en silencio. Sí, así se sentía decir todo sin decir nada, conocernos sin hablarnos, querernos sin decirlo.

 Seguimos corriendo. Corrimos tanto que mis pies comenzaron a doler, pero no me detuve. No había forma de parar; no podía, no quería. Llegamos a un cerro, desde donde podía verse toda la ciudad. La luz del alba reflejaba en ella unos ojos cansados, que no había logrado notar en la oscuridad de la noche. Sonrió, sin embargo. Qué perfectos eran sus dientes... ¡Y su nariz! Facciones más lindas el mundo jamás conocería. Danzaba, daba vueltas en el monte, observando directo a la luz del sol naciente, siguiendo la bella y simple sinfonía de la naturaleza. Y yo sólo estaba ahí, observándola, disfrutando de su semblante lleno de luz y caridad. Sólo eso, amándola. La amaba más a cada segundo, llenaba mi ser de alegría y una sensación de tranquilidad y confort que nunca había sentido. Su cabello olía a frutillas, su perfume inundaba mi mundo.

 Finalmente, giró una última vez y se dejó caer livianamente en el pasto simétricamente cortado. Su vestido blanco no dejaba de resplandecer, no se manchaba de verde. Estiró su brazo para tocar mi mano, la tomó y me acercó a ella. Ambos quedamos en el pasto, uno al lado del otro, mirando hacia el cielo, sintiendo la suave brisa de verano, escuchando todo tipo de sonidos: Sonidos que no solía detenerme a escuchar; pues, para oírlos, hay que estar en un silencio completo. Casi podíamos oír nuestros corazones latiendo.

 Quise mirar mi reloj, pero había olvidado ponérmelo antes de salir. No sabía qué hora era, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que salí, pero no me preocupaba. Cuando mis ojos se encontraban con los suyos, podía pasar un segundo o una eternidad; nuestro amor era el mismo.

 Ella levantó su cabeza, y luego se sentó, cruzando los pies. También lo hice yo. Abrió su boca, y comenzó a hablarme. Reímos, sufrimos, nos llenamos de decepción y también de esperanza. Sus ojos ya no parecían cansados. Me alegré, supe que la misma felicidad que ella me daba, también yo se la estaba dando. De repente, se detuvo. Acarició mi brazo, sonrió nuevamente, acercó su rostro hacia mí. Mi corazón comenzó a latir más fuerte, no podía quitar mis ojos de los suyos. Sus delicados labios se acercaron a los míos. Lo sentí, sentía que los latidos no podían ser aún más rápidos. De pronto se detuvieron, comencé a caer, otra vez. Caía de una forma incluso peor que la primera, pero esta era una caída mucho mejor. Finalmente toqué el piso, o el colchón, o el pasto; no sé qué era. Abrí los ojos, me encontré en el medio de la oscuridad.

 Estiré mi brazo, alcancé la lámpara y la encendí. Allí estaba ella, su suave respiración tranquilizó mi mente. Yacía a mi lado, soñando con héroes, romances y victorias, con historias como la nuestra. “¿Estás bien?”, me preguntó. Asentí, apagué la luz y volví a recostarme. La tomé por la cintura, sentí el perfume de su cabello. Nunca había estado mejor.