jueves, 20 de noviembre de 2014

Nuit d'eté



 Soñé que me caía. No sé de dónde, no sé cómo, pero era una larga y dolorosa caída. Sentía que no podía respirar, el aire no era suficiente. Adrenalina, nervios, desesperación.

 Caí; me dolió. Sentí que mi corazón paró por unos segundos, abrí los ojos, y luego volvió a latir. Ahí estaba ella. Su semblante iluminaba la habitación. Su mano me invitaba a seguirla; a saltar de la cama sin mirar atrás, sin dudarlo, sin pensar en nadie más, e irme con ella, corriendo, saltando, riendo, hacia un mundo que sólo ella podría mostrarme, un mundo que nadie nunca podría imaginar.

 Tenía un vestido blanco largo, pero no como un ángel. No, era algo mucho más puro y virtuoso. Los pies descalzos, el cabello corto y alborotado, no llevaba maquillaje, y aun así, era lo más hermoso que alguna vez había visto.

 Su mano seguía firme, ¿la tomaría? ¿Estaría dispuesto a correr a su lado hacia donde el amor quisiera llevarnos? Llevé mis ojos hasta los suyos. Nos volvimos uno solo en una mirada ligera y dulce, que cautivó hasta lo más profundo de mi frágil e inexperto ser. Era inevitable, había tomado mi corazón entre sus manos, había inundado mi mente por completo.

 Finalmente tomé su mano, hice las frazadas a un lado, salté de la cama. No alcancé a ponerme las pantuflas. Bajamos las escaleras en silencio, abrimos la puerta, las luces de la calle nos hacían compañía. Corrimos. No sé hacia dónde, no sé por qué. Sentía una vida pasar mientras ella corría, reía, gritaba, y disfrutaba el simple hecho de respirar y sentir el viento contra sus mejillas rosadas.

 Las hamacas de la plaza me traían recuerdos que alguna vez había decidido borrar. Ella corrió hacia ellas, como una niña. Yo la seguí, no podía dejar de contemplarla, no podía alejarme de ella. No, ya no. Durante horas, sólo jugábamos, reíamos, nos mirábamos en silencio. Sí, así se sentía decir todo sin decir nada, conocernos sin hablarnos, querernos sin decirlo.

 Seguimos corriendo. Corrimos tanto que mis pies comenzaron a doler, pero no me detuve. No había forma de parar; no podía, no quería. Llegamos a un cerro, desde donde podía verse toda la ciudad. La luz del alba reflejaba en ella unos ojos cansados, que no había logrado notar en la oscuridad de la noche. Sonrió, sin embargo. Qué perfectos eran sus dientes... ¡Y su nariz! Facciones más lindas el mundo jamás conocería. Danzaba, daba vueltas en el monte, observando directo a la luz del sol naciente, siguiendo la bella y simple sinfonía de la naturaleza. Y yo sólo estaba ahí, observándola, disfrutando de su semblante lleno de luz y caridad. Sólo eso, amándola. La amaba más a cada segundo, llenaba mi ser de alegría y una sensación de tranquilidad y confort que nunca había sentido. Su cabello olía a frutillas, su perfume inundaba mi mundo.

 Finalmente, giró una última vez y se dejó caer livianamente en el pasto simétricamente cortado. Su vestido blanco no dejaba de resplandecer, no se manchaba de verde. Estiró su brazo para tocar mi mano, la tomó y me acercó a ella. Ambos quedamos en el pasto, uno al lado del otro, mirando hacia el cielo, sintiendo la suave brisa de verano, escuchando todo tipo de sonidos: Sonidos que no solía detenerme a escuchar; pues, para oírlos, hay que estar en un silencio completo. Casi podíamos oír nuestros corazones latiendo.

 Quise mirar mi reloj, pero había olvidado ponérmelo antes de salir. No sabía qué hora era, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que salí, pero no me preocupaba. Cuando mis ojos se encontraban con los suyos, podía pasar un segundo o una eternidad; nuestro amor era el mismo.

 Ella levantó su cabeza, y luego se sentó, cruzando los pies. También lo hice yo. Abrió su boca, y comenzó a hablarme. Reímos, sufrimos, nos llenamos de decepción y también de esperanza. Sus ojos ya no parecían cansados. Me alegré, supe que la misma felicidad que ella me daba, también yo se la estaba dando. De repente, se detuvo. Acarició mi brazo, sonrió nuevamente, acercó su rostro hacia mí. Mi corazón comenzó a latir más fuerte, no podía quitar mis ojos de los suyos. Sus delicados labios se acercaron a los míos. Lo sentí, sentía que los latidos no podían ser aún más rápidos. De pronto se detuvieron, comencé a caer, otra vez. Caía de una forma incluso peor que la primera, pero esta era una caída mucho mejor. Finalmente toqué el piso, o el colchón, o el pasto; no sé qué era. Abrí los ojos, me encontré en el medio de la oscuridad.

 Estiré mi brazo, alcancé la lámpara y la encendí. Allí estaba ella, su suave respiración tranquilizó mi mente. Yacía a mi lado, soñando con héroes, romances y victorias, con historias como la nuestra. “¿Estás bien?”, me preguntó. Asentí, apagué la luz y volví a recostarme. La tomé por la cintura, sentí el perfume de su cabello. Nunca había estado mejor.

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